Eran reconocidas las fiestas en la Mansión de los Honores, allí se organizaban los banquetes más grandes que nadie pudiera haber soñado jamás. El vino manaba de grandes odres y la comida exquisita viajaba entre los invitados en bandejas voladoras.
Todos querían allí ser invitados, pero lo cierto es que muy pocos eran los afortunados y pocos, muy pocos los que tras la fiesta quedaban para sentarse junto al anfitrión en su Salón Rojo.
Aquellos que tenían sitio en el Salón hablaban maravillas de su anfitrión y caminaban felices de saber que sus posaderas tenían un lugar en lugar tan codiciado, pues El Anfitrión era un hombre más bien parco, a quien en realidad no le gustaban las fiestas, ni la gente y compartía toda su riqueza tan sólo con unos pocos, elegidos entre miles.
Era en el Salón Rojo donde se daba a conocer realmente. Allí las verdades contaban casi tanto como las mentiras, las risas se acompañaban tanto como las lágrimas y los besos se seguían de ligeros cachetes para no olvidar su valor ni su peso, decía El Anfitrión.
Él, siempre sólo con una silla vacía a su lado, la silla donde no dejaba que nadie se sentara, para cuidarse del daño que quien allí se sentó le hizo tiempo atrás.
Y pasaban los años y las fiestas seguían y en el Salón Rojo la silla vacía permanecía, hasta que sin saberlo llegó el momento. En una de esas fiestas estivales caída la tarde ya el Anfitrión entró a su Salón para preparar las últimas copas y ( Oh! Sorpresa ) sentada en su silla estaba una invitada no esperada.
- ¿Qué haces aquí?.- Preguntó el Anfitrión con su voz pausada, llena de pánico ahogado en una larga calada.
- Era el único sitio que quedaba libre y me quería quedar contigo. Espero no haber…yo no sabía ….
- No hace falta que te excuses, quédate ahí, no pasa nada, su legítima dueña no va a volver y lo cierto es que no me gusta que esté vacía. Eso sí, tendrás que saber que este es el lugar más apreciado de mi Salón Rojo hazte cargo.
Y así es como se completan los huecos, a veces nos empeñamos en dejar vacíos sitios que bien puede ocupar otro que vendrá a alegrar la tristeza que queda en una silla vacía.
Todos querían allí ser invitados, pero lo cierto es que muy pocos eran los afortunados y pocos, muy pocos los que tras la fiesta quedaban para sentarse junto al anfitrión en su Salón Rojo.
Aquellos que tenían sitio en el Salón hablaban maravillas de su anfitrión y caminaban felices de saber que sus posaderas tenían un lugar en lugar tan codiciado, pues El Anfitrión era un hombre más bien parco, a quien en realidad no le gustaban las fiestas, ni la gente y compartía toda su riqueza tan sólo con unos pocos, elegidos entre miles.
Era en el Salón Rojo donde se daba a conocer realmente. Allí las verdades contaban casi tanto como las mentiras, las risas se acompañaban tanto como las lágrimas y los besos se seguían de ligeros cachetes para no olvidar su valor ni su peso, decía El Anfitrión.
Él, siempre sólo con una silla vacía a su lado, la silla donde no dejaba que nadie se sentara, para cuidarse del daño que quien allí se sentó le hizo tiempo atrás.
Y pasaban los años y las fiestas seguían y en el Salón Rojo la silla vacía permanecía, hasta que sin saberlo llegó el momento. En una de esas fiestas estivales caída la tarde ya el Anfitrión entró a su Salón para preparar las últimas copas y ( Oh! Sorpresa ) sentada en su silla estaba una invitada no esperada.
- ¿Qué haces aquí?.- Preguntó el Anfitrión con su voz pausada, llena de pánico ahogado en una larga calada.
- Era el único sitio que quedaba libre y me quería quedar contigo. Espero no haber…yo no sabía ….
- No hace falta que te excuses, quédate ahí, no pasa nada, su legítima dueña no va a volver y lo cierto es que no me gusta que esté vacía. Eso sí, tendrás que saber que este es el lugar más apreciado de mi Salón Rojo hazte cargo.
Y así es como se completan los huecos, a veces nos empeñamos en dejar vacíos sitios que bien puede ocupar otro que vendrá a alegrar la tristeza que queda en una silla vacía.
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